Malvinas hoy
- Escrito por Clarin
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De la imagen triste de la guerra a la imagen color que impera hoy, actualizar la foto de las Islas Malvinas 37 años después de las bombas y los muertos puede resultar hiriente. No hay huellas de Argentina, no hay casi nada que remita a costas cercanas. Hay un lugar donde el que llega se siente foráneo y una diversidad global asentada. Hay riqueza y prosperidad y conductas anglosajonas que parecen férreas, aún cuando existe la posibilidad de la mezcla con chilenos o filipinos, las culturas migrantes que predominan. Los hábitos más comunes, lo prosaico de la vida, hablan de una pequeña Gran Bretaña austral, con bandera propia, té de las 5 y deseos de autonomía total. Desde luego, tampoco hay chances de que los isleños abran un debate sobre soberanía porque del otro lado del mar todo parece estar claro: sienten que no hay nada que discutir.
Hace un frío calador de huesos y cien personas acaban de entrar al teatro municipal sobre Ross Road, la calle principal de Puerto Stanley/Argentino. Terminó el maratón de las islas y comienza la entrega de premios. El director del Standard Chartered Bank -el único banco- dirige el acto con sobriedad pero sin evitar palabras emotivas. Las usa especialmente para agradecer a los cerca de 20 argentinos que compitieron. “Los habitantes de las islas celebramos que vengan cada vez más deportistas de Argentina a participar”, dice con frases precisas. Recuerda que corrieron ex soldados ingleses y argentinos que pelearon en los combates de Monte Harriet en 1982 y pide que “sucedan más de estos reencuentros”.
La anécdota sirve para explicar lo que pudo ver Clarín tras pasar una semana viviendo aquí. Que la guerra está presente, como un sueño que va y que vuelve, y que los isleños aceptan jugar de anfitriones, pero sólo si los argentinos respetan ciertas condiciones y los reconocen como dueños de casa. No desprecian los arribos por turismo, maratones o visitas a las tumbas de Darwin, pero tampoco esperan de abrazos abiertos. Sí existe un vínculo posible, parece frágilmente enlazado.
Puerto Stanley/Argentino -el nombre combinado que proponen Google, Facebook y la ONU- tiene un aire de suburbio londinense, con calles ventosas, cabinas telefónicas rojas caídas en desuso y un pequeño puesto de fish and chip atendido, como muchos comercios, por un matrimonio chileno. Es una ciudad discreta, de casas que no traslucen la riqueza que atesoran. Gracias a la venta de licencias de pesca, un negocio que comenzó después de la guerra, Malvinas es uno de los sitios más prósperos del planeta. Son 2.700 habitantes y el piso salarial -el de un maestranza- está en 20 mil dólares al año.
La Argentina es un tema frecuente en las páginas del Penguin News, el principal medio de prensa, que se imprime una vez por semana. Los viajeros argentinos son noticia por sus visitas al sitio donde descansan los restos de los soldados abatidos. Darwin fue escenario de emociones en los últimos meses, cuando las madres de cientos de conscriptos hasta entonces “solo conocidos por Dios” llegaron para encontrarse con la lápida y el nombre de sus hijos, tras la identificación que hizo el Equipo Argentino de Antropología Forense. Pero la mayor parte del tiempo es un lugar difícil. Al recorrerlo se siente el peso de la desolación que atraviesa las cruces, mantenidas por una empresa parquizadora local que paga la Comisión Argentina de Familiares. Darwin, a 90 kilómetros de la capital de las islas, es la verdadera huella celeste y blanca en Malvinas. Luego, no hay, si se quiere, argentinidades a la vista: ni cultura ni productos en venta.
Todo es británico de pura cepa. En las radios y en los hoteles se escucha Elton John y Amy Winehouse como en Buenos Aires sonaría Calamaro. Los bares siguen el manual del buen inglés, una pinta amedia tarde y la TV que pasa fútbol europeo. A las 11, a más tardar, cierran. Son seis pubs y sólo en uno, llamado The Victory, “el de los nacionalistas”, existe algo que dialoga con la Argentina: una foto de Galtieri enmarcada por una tapa de inodoro, en la pared del baño, con la leyenda “Rot in hell you arsehole” (“pudrite en el infierno, estúpido”).
Los isleños no aceptan que los visitantes porten banderas argentinas o remeras patrióticas. Los aterra la idea de toparse con esa imagen y lo hacen notar. Apenas se pone un pie en el aeropuerto de Mount Pleasant, que es una base militar, los oficiales de migraciones extienden un instructivo: “Por favor, sea respetuoso con los sentimientos sobre el conflicto de 1982. No lleve banderas ni leyendas alusivas. No entone el himno. No recoja de los campos de guerra ninguno de los objetos que yacen a cielo abierto… una bandera elevada por encima de la cintura es considerada una provocación y está prohibido”, dice, entre otras cosas.
El caso del ex combatiente Luis Escobedo y otros 7 acompañantes, demorados hace diez días por mostrar una bandera argentina y cantar el himno crispó el ánimo de muchos habitantes. La estancia de Clarín coincidió con la última reunión del Consejo que administra las islas. En ella, varios vecinos pidieron un endurecimiento de las normas a los 8 consejeros del cuerpo. “Si son blandas, cámbienlas”, gritaba una señora enardecida. Pedían que a todos los argentinos que lleguen les abran el equipaje y confisquen cualquier símbolo nacionalista.
Como los vuelos llegan una vez por semana, todo visitante completa los siete días en el lugar. Es por eso que resulta inevitable ver a los argentinos caminando a diario por la avenida principal de Stanley, luego de realizar paseos por los montes de combate: Harriet, London, Dos Hermanas. Sobre las praderas de esos sitios, los restos de la guerra están intactos por decisión del gobierno local y muchos veteranos regresan a las trincheras que ocuparon para reencontrarse con sus elementos de fajina petrificados.
El viajero argentino, que practica un turismo de la memoria, no se vincula con el kelper anfitrión prácticamente para nada. Pero se termina hermanando en la experiencia con sus pares coterráneos de vuelo: por lo bajo, crean un mundo aparte de silenciosas consignas patrias.
En las islas no hay delincuencia. El desempleo es cero y tampoco se consumen de drogas. Se necesita mano de obra para edificar casas e infraestructura, se garantiza buen salario y posibilidades de desarrollo para todos por igual. “Puedo estar bien, enviar dinero a mi familia y tener proyectos”, resume Yanis, nacida en Cebú, Filipinas. Tiene 27 años y es camarera de un hotel boutique. “Aquí hay herramientas para desarrollarse y el que quiere las usa. Somos una sociedad igualitaria”, dice el chileno Alex Olmedo, que llegó en 1990.
Los impuestos altos que se pagan son devueltos como servicios de calidad. La salud y la educación son gratis. A los 16 años los jóvenes parten a continuar con sus estudios en Gran Bretaña. Por esa razón hay un salto generacional. Casi no se ven veinteañeros y la edad promedio es 37 años. Las complejidades de salud se atienden en Santiago, Punta Arenas o Montevideo. Un traslado de urgencia se hace en jet privado costeado por el gobierno.
Los niños no pueden ser fotografiados sin autorización de sus padres. Dos hermanos, varón y mujer, pueden dormir juntos en la misma pieza hasta los doce años. Luego, el gobierno local obliga a las familias a que tengan habitaciones separadas. Si un pariente llega de visita, no puede dormir en la pieza de los menores. Hubo casos de pedofilia y se actúa de manera preventiva.
La alimentación está cambiando. Los isleños están abastecidos. Ir al supermercado es una experiencia de mundo. No hay nada Industria Argentina. Pero las góndolas están acribilladas de productos globales. Los cortes de carne de producción local son premium y baratos. Un kilo de bifes de cuadril o costilla de cordero puede costar entre 200 y 300 pesos argentinos.
Son, literalmente, ricos. De 1987 en adelante, los isleños nunca dejaron de crecer y ahora se restriegan las manos: para 2020 está previsto el comienzo de la extracción de petróleo y gas en las islas. Eso traerá más regalías y más población. Los dilemas que enfrentan son los dilemas propios del crecimiento.
Tanto los nacidos y criados como los venidos y quedados perciben un fondo especial para comprar pasajes. Al vuelo semanal que llega vía Punta Arenas hay que sumar el que llega todos los martes desde Londres, con escala en Cabo Verde. Es un charter costeado por el Ministerio de Defensa británico, con servicio impecable, a la vieja usanza: asientos espaciados, mozos aéreos que ofrecen todo el tiempo todo.
El índice de felicidad debe ser elevado. La vida social es muy fuerte. La gente se desplaza con sus 4x4 Land Rover de último modelo para salir a cenar en sitios refinados. Durante la temporada de cruceros, entre octubre y abril, 60 mil personas de todo el planeta bajan a conocer las islas. Muy pocos son argentinos.
Un dato político: desprecian a Néstor y Cristina Kirchner. Plantean que durante la gestión de CFK se intentó por todos los medios aislarlos del continente, con un aguerrido discurso en la ONU de reclamo de los territorios. Miran con buenos ojos a Mauricio Macri por dos cosas: prometió deshacer medidas tomadas por Cristina (cosa que aún no hizo, aclaran) y por sus estrategias de acercamiento comercial, sobre todo basadas en la propuesta de que haya más vuelos desde Argentina.
The argentinian people
Hay una mezcla de nostalgia y fascinación en el rostro de los argentinos que llegan por primera vez. Algunos son ex combatientes, otros son hijos de ex combatientes. Vienen a cerrar una herida, se sienten fuertes como para recrear un recuerdo. Mariano López, 40 años, su padre estuvo en el hospital de Puerto Argentino durante la guerra. “Vengo porque cierro el círculo de haber crecido con los silencios de mi padre. Siento que puedo terminar de contar su historia. Pero también descubro un mundo inesperado y nuevo, de autonomía económica, muy diferente a la Argentina, que nada tiene de argentino. Eso es algo extraño y también novedoso”, dice a Clarín.
Pero también buscan dejar huella. Oscar Alvarez es odontólogo. Tiene el aspecto de un metalero con cara de bueno y corre maratones. El domingo pasado completó los 42 kilómetros de las islas y se quedó con otros tres amigos a recorrer. “El sentimiento es que las Malvinas son argentinas, pero vemos algo ajeno, claro. Están los campos de guerra y Darwin, que nos conmueven, pero vemos una vida de gente de otro país. Creo que debemos aceptarlo y pensar de qué modo podemos acercarnos más a ellos. Ese seria un ejercicio sano de soberanía”, dice una mañana.
Así, uno tras otro, los testimonios argentinos hablan de lo mismo. Del encuentro con un universo inesperado, que ha conseguido niveles de desarrollo extraordinarios después de la guerra, pero que no pone en ese trauma vivido en un primer plano inmediato. Muchos kelpers, que rechazan prestarse a notas con periodistas argentinos, asumen que la “guerra los salvó”, pero sin alardes. Un viejo chiste local dice que en vez de haberle hecho un monumento a Margaret Tachert, deberían haberle hecho uno a Galtieri. Quien lo cuenta sonríe y al escucharlo, pareciera que las Malvinas aquí mismo, donde todo es tremendamente inglés, se vuelven cada vez más lejanas.